A 44 años del Golpe cívico-militar, las calles estarán vacías por primera vez en mucho tiempo. Pero en tiempos de redes y espacios para el pensamiento reflexivo, una mirada, desde el presente, a una historia viva que nos da forma y nos proyecta.
Cuando iba poco más de un año de dictadura a las Madres les pidieron, en medio del infierno, que marcharan, que circularan. Aún en la incipiente rebeldía que les creció junto a los años, hicieron caso y no se detuvieron jamás.
Nunca se frenaron. Siempre con su pañuelo blanco, que lejos de tapar algo, simbolizó el férreo deseo de descubrir lo oculto. Pañuelo pañal, de hijo, de nieto. Pañuelo bandera, pero no la de rendirse sino la de pelear. Siempre.
De a poco se sumaron muchos otros a las rondas y a las marchas. Era la democracia naciente, acorralada por planteos militares y golpes de mercado, que hicieron renunciar a Raúl Alfonsín, con la contradicción histórica de haber impulsado los juicios a las Juntas, pero de haber cedido ante las peticiones que desembocaron en el Punto Final y la Obediencia Debida.
Con el tiempo, en mitad de la fantasía narcotizada del Primer Mundo de pacotilla, hubo un 24 de marzo, el de los 20 años del Golpe en 1996. Esa tarde la convocatoria se multiplicó, en el marco de la década larga de impunidad, con el broche de oro de los indultos de Carlos Menem, que les dio tiempo a los responsables del genocidio y fuerzas a las víctimas.
Fue el momento en que los hijos adoptaron las mayúsculas que los convirtió en HIJOS y si no había justicia, entonces habría escrache.
Llegaría diciembre de 2001 y ni los caballos de la brutalidad policial, atropellando en nombre del Estado de Sitio del todavía presidente Fernando De la Rúa, detuvieron a las Madres, a las Abuelas ni a los HIJOS. Tampoco lograron frenar a millones de argentinos que practicaron su determinación de decir No, aún a riesgo de no tener del todo claro el Sí que buscaban.
Hay una línea de tiempo que va de esa militancia de desierto en los 90, con el Fin de la Historia como ancla del pensamiento y pasa por la explosión de resistencia del 19 y 20, fechas que no precisan el agregado del mes.
Las calles siempre estuvieron llenas de pañuelos. Porque a las Madres le habrán arrancado hijos, pero la historia les devolvió cientos de miles, millones, que las abrazan, las sostienen y hasta las cuestionan.
Después de la crisis con la que entramos al nuevo siglo, ¿quiénes capitalizaron mejor el “que se vayan todos”? ¿Fue Eduardo Duhalde y su presidencia de emergencia? Por la recomposición del orden y por el evitar turbulencias mayores, los dueños de las cosas le deben mucho a ese período, que reacomodó factores de poder y generó un nuevo consenso de dominación. Precario, pero consenso al fin.
Néstor Kirchner y Cristina Fernández, son de algún modo emergentes de esa crisis de 2001, herederos del consenso de la política y contradictorios personajes de su época. Por sus manos pasaron muchas de las más variadas audacias políticas de la recuperación de la democracia a esta parte. Seguramente limitadas, pero suficientes para provocar el fastidio antipopular de amplios sectores del poder real.
Otra vez los pañuelos, pero esta vez no solo en las calles y en las Plazas, sino por primera vez como puntales de políticas de Estado, donde la Memoria, la Verdad y la Justicia se hicieron acciones decididas en la reanudación de los juicios y en la recuperación de un pasado simbólico y material.
Complejidades externas, debilidades en la formulación de una propuesta superadora tras el desgaste de un ciclo de 12 años, entre otras razones más extensas, dieron paso al cambio de 2015.
Hijo (sin las mayúsculas), de la Patria Contratista cómplice de la dictadura y parte central de la corrupción de la política en la democracia, Mauricio Macri tuvo una relación absolutamente franca con los derechos humanos y sus símbolos. No podía esperarse nada de él y, por supuesto, no hubo lugar para ninguna sorpresa.
La Historia no pegó con el heredero de Franco pirueta alguna. Si hasta se puede decir que lo más destacado en la materia fue la visita junto a Barack Obama (sí, un presidente de Estados Unidos, aunque usted no le crea), al Parque de la Memoria. Ese fue el primer 24 de marzo de Macri, justo el de los 40 años del Golpe.
Y ahora Alberto Fernández, el presidente de la inédita pandemia. Con las calles vacías y las redes sociales atravesando la jornada con la virtualidad de la memoria, con los pañuelos multiplicados, con las memoria como bandera. Con la enseñanza, inclusive válida para el coronavirus, que no hay otro héroe que el héroe colectivo, que la única lucha que se pierde es la que se abandona.