A veces, detenerse en frases de las que muchas veces ignoramos su origen, nos ayuda a darle un marco de explicación a lo que nos acontece en el presente.
Es el caso de aquella que señala que “no hay que tirar al chico con el agua sucia”, cuya remota procedencia de la cultura alemana, es casi desconocida, pero ilustra sobre el riesgo de descartar lo bueno en nombre de desprenderse de lo malo.
Vayamos al grano.
Cuando el gobierno quiere eliminar la “industria del juicio” en torno a la reforma de la Ley de Accidentes de Trabajo, lo que hace al mismo tiempo es pretender tirar por la borda derechos laborales.
Idéntica reflexión se puede hacer para la modificación, también por Decreto de Necesidad y Urgencia, del régimen de feriados, que en nombre de la productividad, avanza sobre logros de los trabajadores que tienen sus antecedentes muchas décadas atrás y que han colocado a nuestro país en la vanguardia de conquistas sociales y económicas.
Cuando, amparado en situaciones puntuales de hechos delictivos, donde participan extranjeros, propone endurecer la política inmigratoria, lo que hace en realidad es tocar esa cuerda tan sensible que mezcla xenofobia, racismo y la búsqueda de un otro, siempre peligroso, a quien acusar de diversos males.
Algo similar ocurre con los menores y la edad de su imputabilidad, llevando a una generalización simplificadora alguna situación muy puntual.
La historia no es un camino lineal y aún las vueltas de páginas más abruptas conllevan un cierto grado de transición entre el pasado y el futuro.
Del verdadero diálogo; del respeto al otro, aún en las diferencias; del reconocimiento de lo muy bueno que tenemos y sobre todo de no creer que todo comienza cuando uno llega y termina cuando uno se va, depende la armonía de una transición.
Porque renovar y cambiar es una necesidad permanente. Pero cuidado con el chico que está dentro del fuentón. No sea cosa que después sea tarde y lleguemos a la conclusión que el agua no estaba tan sucia.